Por Luis Mieres
Carlos estaba más que molesto, ¡estaba furioso! Cuando entró en la estación Chacaíto y bajó por las escaleras mecánicas hacia el subterráneo, le rechinaban los dientes a causa de la rabia, y poco faltó para que, en su mal genio, se llevara por delante a un hombre mayor que nada tenía que ver con su recorrido.
–Disculpe –murmuró el joven, sin siquiera mirar la cara indignada del viejo y apretando el paso atravesó el amplio pasillo de tiendas que daba hacia los torniquetes.
<<Tú estabas encargado>>, las palabras reverberaron en su mente, repitiéndose como un eco una y otra vez. Carlos pasó el torniquete, buscó la señalización que decía “Propatria” y tomó esa dirección para bajar hacia el andén. A las 7:00 de la noche la estación no estaba tan concurrida, por lo que el joven cocinero la encontró casi vacía. <<Tú estabas encargado>>
Le habían dolido las palabras de su jefe y aún recordaba el momento en la oficina cuando sucedió todo. Había tratado de defenderse, de explicarle al chef ejecutivo que él nada había tenido que ver con el mal servicio de aquel día, que no había sido su culpa que los pelmazos y vagos que tenía por compañeros de cocina no hubieran hecho nada; pero al final no le había salido ninguna palabra. Se tragó su orgullo con amargura y, sin decir nada, salió de la oficina como perro regañado.
Cuando hubo hecho todo el recorrido hacia Plaza Venezuela y cambió de línea para ir hacia “la Rinconada”, de pie en el andén esperando el tren se dio cuenta que, más que las palabras de su jefe, le había dolido más no haber tenido el valor para defenderse. Se había sentido como un cobarde y no había tenido la confianza suficiente para, al menos, suavizar el regaño a pesar de creer que estaba en lo correcto.
Carlos suspiró, mientras la ira iba diluyéndose poco a poco hasta convertirse en amargura y frustración. Entró en el vagón apenas llegó el tren y se echó sobre el primer asiento que vio antes de que la marabunta de gente que se agolpaba por entrar le arrastrara como un palillo que se lleva la corriente de un río. Se acomodó lo mejor que pudo y evitó ver los rostros de la gente; expresiones difuminadas de desidia, cansancio, estrés y demás sensaciones que eran tan cotidianas en aquellos que vivían en Caracas.
Necesitaba olvidarse de todo lo sucedido, y no había nada mejor para ello que leer un libro. Carlos abrió el bolso y rebuscó entre el contenido Las Dos Torres de J.R.R. Tolkien y comenzó a leerlo por donde lo había dejado la última vez. Sumergirse en ese mundo de fantasía le hizo olvidarse de sus problemas, y a medida que iba leyendo “El Abismo de Helm”, empezó a notar que las palabras iban volviéndose borrosas a medida que leía.Cuando se dio cuenta de que estaba cabeceando, metió un dedo entre las páginas para fijarla y se dejó llevar por el sueño…
* * *
–¿De dónde vendrá? –preguntó una voz.
- ¿Por qué viste tan extraño? –dijo otra.
Carlos abrió los ojos y lo primero que le extrañó fue que todo estuviera tan oscuro. <<Seguro se fue la luz en uno de los vagones>>, pensó con cierta molestia, pero desechó el pensamiento cuando sintió que no estaba sentado sobre un asiento, sino en una fría piedra.
–¡Ya despertó! –dijo una voz de mujer, muy vieja por la entonación. Varios murmullos se oyeron alrededor de Carlos pero la anciana los calló a todos y les dijo que le permitieran respirar–, ¡déjenlo levantarse!
Lo primero que Carlos vio fue que no estaba en el vagón y segundo estaba en una cueva, de cuyas paredes rocosas sobresalían vetas de minerales brillantes.
Cuando vio que estaba rodeado por un montón de viejos y jóvenes, mujeres y niños; todos con el pelo rubio pajizo y ojos de colores claros, las ropas andrajosas de campesinos y con expresiones de horror y miedo en las caras, supo con horror que le habían hecho un Secuestro Express.
–¿Dónde estoy? –preguntó Carlos con pavor en la voz– ¿Dónde carajos estoy?
Las congregación de refugiados –porque eso parecían– se miraron las caras, confusos y sorprendidos ante sus palabras. Carlos se fijó que los niños se ocultaban tras sus madres y los jóvenes parecían coger el suficiente valor para acercársele un poco y detallarle mejor; algunos incluso reían entre ellos después de verlo y cuchicheaban.
–Debió haberse golpeado la cabeza Helma –dijo una mujer–. Mira, no sabe lo que dice.
Helma, la anciana que había apartado al resto de alrededor de Carlos negó rotundo.
– No les hagas caso hijo –dijo Helma, aunque la expresión de su arrugado rostro no se suavizó–. Éstas en las cuevas subterráneas del abismo de Helm, y si yo fuera tú me pondría de pie de una vez e iría con el resto de los hombres a defender Cuernavilla: ¡Las huestes de Saruman están en camino!
–¿El abismo de Helm? ¿Las huestes de Saruman? –preguntó Carlos, más confundido todavía. Seguro que los secuestradores le habían drogado con burundanga o alguna droga más fuerte. Era imposible que estuviera en Cuernavilla, eso sólo estaba en los libros del El Señor de los Anillos, de JRR Tolkien.
Helma meneó la cabeza en negación y reiteró a sus comadres que definitivamente Carlos se había golpeado bienla cabeza, lo que provocó las risas de algunos de los presentes; el resto seguía demasiado asustados como para unirse. Pero a medida que Carlos detallaba bien a ese grupo de personas, comprendió con horror que no se equivocaban, y que no había sido víctima de un secuestro express. <<¡Estoy dentro del libro!>>.
Ayudado entonces por Theomar, el esposo de Helma, Carlos recorrió las cavernas del Abismo en dirección hacia la armería del castillo, pues según el anciano allí se estaban preparando los hombres del Rey y los Caballeros para la defensa de las murallas y la empalizada que rodeaban Cuernavilla.
A medida que Carlos iba recorriendo el sitio, seguía sin poder creer que estaba de verdad en el Abismo de Helm.¡Dentro del libro de Las Dos Torres! Seguramente estaba soñando, se pellizcó una y otra vez para asegurarse de que así era, pero el dolor le devolvió a la realidad, y de paso hizo que el anciano Theomar lo mirase como si estuviera loco de remate.
–Ustedes los hombres de Gondor tienen costumbres muy extrañas –dijo el viejo, quejumbroso.
<<¿Hombre de Gondor?>>, se preguntó Carlos recordando de súbito que tenía el pelo negro, los rasgos afilados y los ojos oscuros habituales de los hombres de Númenor. <<Será mejor aprovechar eso>>.
– ¿Cómo te llamas hijo?
Carlos pensó rápidamente un nombre:
– Meneldil –masculló Carlos–, mi nombre es Meneldil –Theomar lo miró de arriba abajo pero hasta allí pareció terminar su inspección.
Una vez en la armería, que estaba abarrotada de hombres ataviados en armaduras con símbolos de caballos y llevando yelmos empenachados como las crines de los equinos, el anciano lo entregó a uno de los capitanes encargados y éste, después de inspeccionarlo bien y preguntarle de dónde había salido y por qué vestía así –<<vengo del sur>> le había dicho Carlos– le hizo entrega de una cota de malla muy pesada, casco y una lanza de doce varas.
Carlos se sentía estúpido pero sobre todo nervioso y asustado. A medida que iba poniéndose la cota de malla –viendo a otro joven hacerlo e imitándolo– trató de recordar qué sucedía en ese momento de la historia: <<vendrá una horda de orcos y hombres salvajes, atacaran las murallas e intentarán atravesarlas>>. Era un momento que, leído una y otra vez, le parecía increíble y emocionante, pero que sintiéndolo en carne propia ya no se lo parecía tanto. Se fijo en muchos de los hombres, ancianos y jóvenes que se preparaban para la lucha y se dio cuenta de que muchos ellos iban a morir defendiendo aquellas murallas: <<Pero a que costo>>
El capitán encargado hizo sonar un cuerno llamando a todos los presentes a salir hacia las murallas para que Gamelin, el hombre en jefe encargado de defender la empalizada bajo la Muralla Baja, los dispusiera de la mejor manera. Carlos se vio obligado a moverse entre aquella masa de hombres y caballeros que asustados y envalentonados al mismo tiempo salían de la armería para ir a defender Cuernavilla.
Al salir afuera, Carlos sintió el frío de la noche y la humedad que presagiaba la lluvia, aunque sabía de antemano que tronaría, no pudo evitar maravillarse ante el espectáculo de enormes montañas negras a su izquierda bajo el manto de la noche y la luna asomándose brillante en el cielo estrellado. Era hermoso, y no pudo más que aplaudir mentalmente a Tolkien por el mundo que había creado, <<un mundo en el que estas ahora y en el que probablemente vas a morir>>, el pensamiento lo dejó aún más intranquilo.
Carlos se vio obligado entonces a ir hacia la Muralla Baja, dispuesto junto a muchos otros hombres para defenderlas en caso de ataque. En este punto el corazón se le aceleró bastante, pues sí mal no recordaba Eomer, el sobrino del Rey Theoden y Señor de la Marca, estaría junto a Aragorn, el futuro Rey de Gondor. Ambos guerreros eran famosos en esa saga de libros, sobre todo el último, a quien Carlos le tenía un aprecio enorme. Su padre le había dejado cuando él apenas era un niño, obligando a su madre a tener que salir sola pa’lante con él y sus otros hermanos. Cuando Carlos tuvo edad suficiente y se interesó en la lectura aparte de la Cocina. Justo cuando leía la saga de Tolkien encontró en el personaje de Aragorn el padre que había echado en falta; los valores y convicciones de aquel hombre, a pesar de ser ficticio, habían marcado su vida y le habían hecho seguir sus pasos.
Saber que aquel momento podía encontrarse con Aragorn hizo que sintiera más pavor y nervios que el hecho de verse envuelto en una batalla sanguinaria. <<Si esto es un sueño, al menos que pueda tener oportunidad para hablar con él>>.
Aragorn no tardó en aparecer momentos después, junto a Eomer; Carlos se dio cuenta de inmediato porque los hombres comenzaron a gritar con júbilo y renovadas esperanzas. Ambos hombres se tomaron su tiempo para hablar con los defensores, dándoles palabras alentadoras y animándolos. Fue allí cuando Carlos se acercó a Aragorn; un hombre delgado, oscuro y alto, de cabello negro largo y con algunas hebras canosas; de ojos que eran grises en un rostro pálido y severo.
–Maego banen Estel –saludó Carlos en élfico recordando algunas palabras. Sabía que no llamaría la completa atención de Aragorn si no hablaba en élfico, y si no lo llamaba “Esperanza”–. El que trae esperanzas a los hombres.
Aragorn se detuvo en seco al oír el nombre que le dieran de niño por ser el último heredero de Isildur. Carlos sintió como los ojos grises de aquel hombre lo atravesaban y miraban en su interior pero, luego de unos segundos eternos, Aragorn sonrió:
–Maego banen…
– Meneldil –respondió Carlos a la pregunta jamás realizada. Vio que el capitán de los Dunedain lo miraba más extrañado aún ante el nombre de Carlos, y volvió a sonreír.
–Temo que los cielos de esta noche no sientan mucho amor por nosotros Meneldil –dijo Aragorn, haciendo referencia al nombre escogido por Carlos que significaba “Amante de los Cielos” –, pero las estrellas serán testigo de que los hombres prevaleceremos.
Carlos se obligó a sonreír y al mismo tiempo pensar en alguna cosa que retuviera el mayor tiempo posible al hombre al que consideraba casi un padre.
–Espero tener el honor de, luego de la batalla, poder fumar un poco de hierba de la Comarca junto a usted, señor –eso arrancó una leve carcajada a Aragorn–. Y si es posible brindarle una pinta de cerveza.
–Todo dependerá del resultado de esta batalla Meneldil pero –dijo Aragorn–, si salimos victoriosos, entonces podrás venir con nosotros a Medusel, el palacio del Rey Theoden en Edoras, para celebrar juntos. Tienes mi palabra.
Carlos sonrió.
–Se que la situación no es apropiada pero –hizo una pausa, pensando bien lo que iba a preguntarle– muchas historias se cuentan sobre su andanzas por toda la Tierra Media, y en todas ellas siempre hay quienes claman haber oído de sus labios el nombre de Elendil como grito de guerra ¿Por qué lo admira tanto?
–Elendil fue un gran guerrero y un Rey sabio que siempre pensó en su gente antes que en él mismo. Lo admiro por el valor que tuvo para desafiar uniendo a hombres y a elfos, el poder del Señor Oscuro de Mordor, aunque la vida se le fue en ello.
–¿Y por qué no admiras a Isildur? Fue él quien cortó el dedo de Sauron y lo despojó del Anillo Único. Muchos cuentan que fue una gran proeza –a esta pregunta Aragorn negó rotundo y, le pareció a Carlos, se sintió ofendido.
–¡Ah! ¡Cuántas calamidades se habrían evitado de no ser por la ambición de Isildur! –exclamó Aragorn con el rostro turbado–. Hoy no estaríamos aquí si él hubiera lanzado el anillo a los fuegos candentes del Monte del Destino. Dijo habérselo quedado en compensación por la muerte de su padre, Elendil, pero eran las palabras que el anillo había puesto en su boca: ¡débil voluntad! Elendil no hubiera vacilado y hubiera puesto las necesidades de su pueblo antes que las suyas propias. Por eso grito su nombre cuando voy a la batalla, ¡prefiero honrar a aquel que murió luchando contra el mal que aquel que permitió a éste entrar la ambición de éste en su espíritu!
–¿Y qué te llevó a recorrer toda la Tierra Media? ¿Por qué esa decisión repentina?
A esta pregunta Aragorn pareció rememorar tiempos lejanos, tiempos que se dio cuenta Carlos fueron trascendentes para él.
–¡Ah Meneldil! ¡Tiempo ha pasado desde esos días lejanos! ¡Y aunque fueron días felices para mí, un dolor pesa en mi corazón cada vez que recuerdo el porqué de mi súbita partida!
Carlos se fijó al mirar alrededor que muchos de los hombres de Rohan apostados en la muralla escuchaban con atención a Aragorn; quizá dejándose llevar por sus historias con la idea de olvidarse por un momento que pronto iban a ser atacados.
–Me fui de Rivendel a los veinte años para convertirme en el decimo sexto capitán de los Dunedain y para poder vivir entre los míos –continuó el montaraz–. Sobre mi pesa una gran obligación para con mi gente, y comprendí que sí quería aspirar a… – pareció elegir bien sus palabras–…ayudarles, debía entender sus necesidades y sus problemas, sus costumbres. Por eso me lancé hacia lo salvaje visitando cada rincón de la Tierra Media.
Carlos sabía que aquella no era la única razón, pero decidió reservarse esa pregunta y decidió hacer otra para aligerar la conversación y para, de paso, intentar animar un poco al resto de los hombres.
–¿Te gusta la música? He oído que eres un buen cantante.
–¡Cante algo para nosotros! –pidió uno de los hombres de Rohan.
Entonces Aragorn, mirando a Carlos y viendo la suplica en sus ojos, no habló, pero entonando dulcemente dijo:
Las hojas eran largas, la hierba era verde,
las umbelas de los abetos altas y hermosas
y en el claro se vio una luz
de estrellas en la sombra centelleante.
Tinúviel bailaba allí,
a la música de una flauta invisible,
con una luz de estrellas en los cabellos
y en las vestiduras brillantes.
Allí llegó Beren desde los montes fríos
y anduvo extraviado entre las hojas
y donde rodaba el Río de los Elfos,
iba afligido a solas.
Espió entre las hojas del abeto
y vio maravillado unas flores de oro
sobre el manto y las mangas de la joven,
y el cabello la seguía como una sombra.
El encantamiento le reanimó los pies
condenados a errar por las colinas
y se precipitó, vigoroso y rápido,
a alcanzar los rayos de la luna.
Entre los bosques del país de los ellos
ella huyó levemente con pies que bailaban
y lo dejó a solas errando todavía
escuchando en la floresta callada.
Allí escuchó a menudo el sonido volante
de los pies tan ligeros como hojas de tilo
o la música que fluye bajo tierra
y gorjea en huecos ocultos.
Ahora yacen marchitas las hojas del abeto
y una por una suspirando
caen las hojas de las hayas
oscilando en el bosque de invierno.
La siguió siempre, caminando muy lejos;
las hojas de los años eran una alfombra espesa,
a la luz de la luna y a los rayos de las estrellas
que temblaban en los cielos helados.
El manto de la joven brillaba a la luz de la luna
mientras allá muy lejos en la cima
ella bailaba, llevando alrededor de los pies
una bruma de plata estremecida.
Cuando el invierno hubo pasado, ella volvió,
y como una alondra que sube y una lluvia que cae
y un agua que se funde en burbujas
su canto liberó la repentina primavera.
El vio brotar las flores de los elfos
a los pies de la joven, y curado otra vez
esperó que ella bailara y cantara
sobre los prados de hierbas.
De nuevo ella huyó, pero él vino rápidamente,
¡Tinúviel! ¡Tinúviel!
La llamó por su nombre élfico
y ella se detuvo entonces, escuchando.
Se quedó allí un instante
y la voz de él fue como un encantamiento,
y el destino cayó sobre Tinúviel
y centelleando se abandonó a sus brazos.
Mientras Beren la miraba a los ojos
entre las sombras de los cabellos
vio brillar allí en un espejo
la luz temblorosa de las estrellas.
Tinúviel la belleza élfica,
doncella inmortal de sabiduría élfica
lo envolvió con una sombría cabellera
y brazos de plata resplandeciente.
Larga fue la ruta que les trazó el destino
sobre montañas pedregosas, grises y frías,
por habitaciones de hierro y puertas de sombra
y florestas nocturnas sin mañana.
Los mares que separan se extendieron entre ellos
y sin embargo al fin de nuevo se encontraron
y en el bosque cantando sin tristeza
desaparecieron hace ya muchos años.
–La Estrella de la Tarde, Arwen Undomiel –respondió Aragorn, y su semblante se tornó nostálgico al tiempo que volvía su mirada hacia el noreste, la dirección donde se encontraba Rivendel, más allá de las Montañas Nubladas.
Carlos comprendió que, aunque sabía que su amor se consumaría al final de toda la historia, la extrañaba y la quería mucho. Su ausencia pesaba mucho en el espíritu de aquel hombre y gran líder.
Fue en ese momento cuando los cuernos de guerra de los orcos resonaron por todo el abismo de Helm. Los hombres comenzaron a prepararse y Eomer y su sequito de caballeros comenzó a moverse hacia las puertas de Cuernavilla. Aragorn iba a disponerse a seguirlos interrumpiendo la conversación que Carlos había logrado conseguir, pero se detuvo cuando éste le tomó por el hombro para hacerle una última y la más importante pregunta de todas las que necesitaba hacerle.
–¿De dónde sacas valor Aragorn?
El montaraz, ya habiendo desenvainado su espada para disponerse a luchar, le puso la mano libre en el hombro a Carlos, contestándole:
–¡Ah Meneldil! ¡Ningún hombre está exento de dudas! ¡Hasta aquel de cuyo futuro dependen tantas cosas vacila! Debes tener fe, Meneldil, y confianza en ti mismo, sólo así mostrarás el valor necesario para enfrentarte a tu destino –sus ojos grises horadaban en su corazón, cautivándolo.
Carlos vio una sonrisa en el rostro duro del montaraz, mientras sentía el leve apretón que pretendía darle confianza a sí mismo. El rostro de Aragorn fue difuminándose poco a poco, aunque Carlos nunca dejó de sentir el fuerte apretón de su mano en su hombro…
* * *
–¡Despierta pana! ¡Ya llegamos a la Rinconada!, ¡tienes que salir del vagón!
Carlos se despertó de inmediato apenas sintió que lo zarandeaban por el hombro. Miró a su alrededor fijándose que, sin duda, ya estaba en La Rinconada y, parándose de inmediato salió del vagón.
Los últimos trazos de ese sueño tan vivido que había tenido seguían diluyéndose en su mantra de recuerdos a medida que subía las escaleras mecánicas junto al resto de usuarios de aquella hora. Notó que aún tenía Las Dos Torres en la mano y no pudo evitar sentir una rara sensación de familiaridad con el libro. A pesar de que todo había sido un sueño, las últimas palabras de Aragorn seguían reverberando en su mente: <<Debes tener fe y confianza en ti mismo, sólo así mostrarás el valor necesario para enfrentarte a tu destino>>.